Breve, escueto y poco serio ensayo sobre algunos comportamientos culturales argentinos que dañaron, dañan y seguirán dañando profundamente a nuestra sociedad, tanto en lo político como en lo económico. Decía don Arturo que cuando “el zonzo” descubre la zoncera, éste deja de ser zonzo.
Un importante sector de la sociedad argentina tiene por costumbre juzgar a las personas por sus dichos y por sus actos individuales y no por los hechos y actos comunes. Ampliemos y aclaremos un poquito. Hemos escuchado, e incluso utilizado, la frase “…mirá, que se yo, a mí no me hizo nada…”, o también “…conmigo se portó muy bien, andá a saber lo que pasó.” Como si la honestidad y capacidad de una persona estuviese definida por sus actos individuales y no por una coherencia en el comportamiento cotidiano a lo largo de su vida. O también, parecería que, la obligación de un buen comportamiento estuviese reservada sólo a los afectos, a las personas cercanas, y no a todos los integrantes de la comunidad de pertenencia. En síntesis, no se puede elaborar un juicio de valor negativo de un individuo si no afectó mínimamente, en forma directa o indirecta, los intereses personales de quien pretende juzgar, al menos los más visiblemente importantes. Esta limitación de juicio no es sólo un acervo cultural, tiene una profunda raíz ideológica.
Respetar esta línea de análisis le permite al mismo sector social, avalar el comportamiento, acercarse o incluso obtener alguna ventaja de la decisión, valorando o teniendo en cuenta lo que en la ocasión lo favorezca, pero, para aquel que la utiliza sólo por adquisición cultural puede conducirlo a situaciones paradójicas o en sentido contrario a sus propios intereses y, lo que es más grave, los de su comunidad.
Imaginemos la siguiente situación, una mujer escucha atentamente a un joven hablando de su abuelo y dice- “Yo siento un gran respeto y amor por mi abuelo. El está presente en mi vida desde que me acuerdo. Muchas tardes en la plaza, corriendo conmigo, comprando a escondidas las golosinas que mis padres me negaban, yendo al cine. Siempre me llevaba de la mano, me besaba, me abrazaba, me decía que siempre iba a cuidar de mí y que mientras el esté nada me podía pasar. Y tuvo razón. Nada me pasó.” La descripción se hacía más tierna en la medida que avanzaba, cuando la mujer sintió su piel erizada por la emoción del relato de aquel joven, lo interrumpió y le preguntó -“Decime, ¿cómo se llama tu abuelo?” a lo que el joven respondió -“Jorge…” “Jorge Rafael Videla, señora”.
Como corolario de este ensayo propongo incluir la frase “Nieto de Videla” en la listas de insultos cotidianos, esos que el inmortal negro Fontanarrosa bautizara de “necesarios e irremplazables”, y acordando que nada que sea necesario e irremplazable puede ser malo. Así cuando queramos saber si alguien es “nieto de Videla” analizaremos su comportamiento social a lo largo de su vida y la coherencia entre sus dichos y sus actos, aunque se trate de nuestro abuelo.
Seamos libres, lo demás no importa nada.
Kike Dordal
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